No Hay Peor Ignorante Que Quien Ignora Que Lo Es


Reproduzco un excelente artículo de PABLO BARAHONA KRUGER ABOGADO Y PROFESOR, UCR que recoge exactamente el porqué de la ingobernabilidad del país. ¿La Solución? Parafraseando al autor, corresponde a esa minoría pensante interesarse realmente en cambiar las cosas, comprometerse, incomodarse, ganar anticuerpos, para que esa gran masa amorfa deje de conformarse con su ignorancia.

Poder ignorante e ignorantes con poder

Imprimir ignorancia al poder es una fórmula suicida. Así solo se dibujan barrancos y se amasan barreales. Esto, desde lo patente: la certidumbre extremada o infalibilidad declarada es una enfermedad, o cuando menos, una manía típica de los megalómanos y no una simple costumbre de los espíritus apocados.

Entonces, la pregunta de quienes piensan que la verdad reside en su ombligo, resulta obvia: ¿para qué discutir? En síntesis, si ya se es poseedor de la Verdad, para qué buscarla. Entendido esto así en el tanto discutir es, ineludiblemente, búsqueda de verdades relativas que, en tanto tales, permiten seguir buscando y completando. “El que me discute me completa”, solía decir Sartre.

En el fondo, un fondo no muy disimulado por cierto, hablamos de un peligro concreto, no abstracto: el peligro de aquellos que creen saber pero en realidad no saben, y actúan, por tanto, peligrosamente.

Venga una declaración obligada: en todo ser humano hay más de ignorancia que de certidumbre. Eso es verdad, pero el problema no reside en semejante obviedad, el problema, y no menudo ciertamente, es ignorar la propia ignorancia; es decir, afirmar que se sabe sin saber realmente, sin conocer a profundidad, partiendo inconscientemente de esa ignorancia, pero, he ahí lo más grave, soslayándola, encubriéndola con un falso barniz retórico que nunca seca y huele a autoengaño.

Plantear ejemplos permite entender mejor tan gravosa operación “intelectual”. Qué mejor monumento a la ignorancia que aquel poder que intentando perennemente ser el primero de la República, terminó siendo el último. Diputados que a costa de una soberanía popular mal entendida y una cultura democrática aún peor asimilada, creen pero no piensan, sienten pero no reflexionan, opinan pero no conocen.

Todo esto, he aquí el agravante, sin caer en cuenta que desde su ignorancia pueden aportar poco más que desorden. Nuestra realidad caótica da cuenta de eso.

Genialidades diputadiles. Sus genialidades los preceden. Multas en tránsito absolutamente desmedidas, regulaciones igualmente irrazonables e impracticables como las imperantes en propiedad intelectual y fumado, impuestos hiperregresivos, reformas fiscales fracasadas por abusos procedimentales, nombramientos absurdos como el de la actual defensora de los habitantes – producto inequívoco de la clase política tradicional a la que teóricamente debería combatir desde ese cargo–, o el de un diputado homofóbico y ultraconservador, pero además y ahí lo más grave, corto, cortísimo de miras, en la Comisión de Derechos Humanos del legislativo, sin olvidar la dedocracia que recayó sobre aquel diputado liberacionista encargado de presidir la investigación política sobre el financiamiento electoral de su propio partido. Ni qué decir de una contralora partícipe del baile de goles que le han metido a la Contraloría en todos estos años, mal augurio del nadadito de perro que impera en el control de lo público, como lo atestiguan tantos y tantos casos que, de no ser por la prensa, primero, no se descubrirían y, segundo, tampoco se perseguirían.

Seguiría anotando más flores negras, tan negras como esos vientos que soplan y manchan la convivencia cívica en este país que cada cuatro años decide, soberanamente, repetir su historia. Pero no hace falta.

Basta tomar conciencia de que no podría ser de otra manera en una democracia en que la ignorancia se ha colado por todo el casco y amenaza con hundir felizmente el barco. Felizmente no por ridículas estadísticas internacionales que proyectan una Costa Rica falsa (¡el país más feliz del mundo! Por favor…), sino más bien, porque no hay conciencia del hundimiento y el agua que ya nos llega al cuello, no preocupa a los que siguen creyendo por pura ignorancia, que los árboles dejan de crecer mientras dormimos.

Voltaire razonó el problema y salvó responsabilidad al hacer la siguiente operación: “Dividido el género humano en veinte partes, diecinueve están compuestas de los que trabajan manualmente, esos que nunca sabrán que hay un Locke en el mundo; en la vigésima parte restante, ¡qué difícil es encontrar personas que lean! Y entre los que leen, hay veinte que leen novelas contra uno que lee filosofía. El número de los que piensan es excesivamente pequeño y ésos no se preocupan de perturbar al mundo”.

La solución empieza por abandonar la vanidad de suponer que siempre se piensa. ¡Qué va! Se piensa cuando se quiere, por lo general se siente, que no es lo mismo. La diferencia es similar a la que media entre prejuicio y juicio.

¿El problema? Que no estamos concitando de esa minoría pensante que identificaba Voltaire desde su tiempo, sino de esa masa amorfa que se conmueve con la ignorancia. Pero, además, que esa minoría no está interesada realmente en cambiar las cosas, por lo que les basta el discurso no comprometido para solazarse, sin incomodarse ni ganarse un solo anticuerpo.

Poder sin inteligencia suena más a suicidio colectivo, a despropósito y desperdicio, difícilmente a patria razonada o a país con futuro. Un típico dilema de prisionero, siendo que los que deben decidir ni siquiera lo saben y, por cierto, tampoco leen estas páginas.